Recuerdo perfectamente el momento en que llegué por primera vez a una clase de Técnica Alexander. Llevaba tiempo arrastrando dolores de espalda que ya se habían vuelto parte de mi vida. El médico me había hablado de artrosis degenerativa y, en ese momento, pensé que aquello iba a acompañarme siempre.
Un amigo me habló de la Técnica Alexander. Yo lo había escuchado antes, pero no le presté demasiada atención. Esta vez, con el dolor ya instalado como un compañero diario, decidí probar. Así conocí a Simon Fitzgibbon, con quien comencé a tomar clases en la escuela El Mono y el Madroño.
Lo que más me sorprendió fue que no se trataba de hacer ejercicios ni de repetir movimientos, sino de dejarme guiar y empezar a descubrir que mi cuerpo podía reorganizarse de otra manera. Aquel fue el principio de un camino que me cambió profundamente, y que con el tiempo se convirtió en mi profesión y mi forma de vida.